Introducción
Se advierte en los últimos tiempos un asombroso protagonismo del máximo órgano del Poder Judicial en cuestiones de carácter político, con fuerte impacto colectivo, a través de sentencias en materia carcelaria (condiciones inhumanas de detención), previsional (movilidad de haberes previsionales) y ambiental (limpieza del Riachuelo), con la finalidad de restablecer la vigencia de la Constitución, expidiéndose sobre cuestiones que se encuentran claramente dentro de las funciones del Congreso y del Poder Ejecutivo, con fuerte impacto en materia presupuestaria. En tal sentido, para reflejar la magnitud de algunas de las decisiones adoptadas, se ha estimado que el costo fiscal de los fallos dictados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en materia previsional (Badaro) y ambiental (Mendoza) representaría aproximadamente $ 8.000.000.000 y $ 2.300.000.000, respectivamente.
Como todo cambio, este nuevo rol asumido por el Poder Judicial ha generado elogios y críticas en los diversos espacios vinculados con el mundo del derecho. Entre las críticas, se ha dicho que las decisiones adoptadas importan una intromisión del Poder Judicial en las funciones del Poder Legislativo y/o del Poder Ejecutivo, puesto que estos últimos son los encargados de determinar las políticas públicas; que los legisladores son los representantes del pueblo, por elección directa de los ciudadanos, a diferencia de lo que sucede con los jueces; que se atenta contra el principio republicano de división de poderes y se pone en riego el sistema de gobierno democrático representativo; que las decisiones de los jueces son antimayoritarias; que los principales intérpretes de la Constitución no son los jueces, sino los legisladores; que el Poder Judicial con sus decisiones obliga a modificar las asignaciones presupuestarias; etc.
En suma, de los cuestionamientos al nuevo rol asumido por el Poder Judicial, se advierte una suerte de «creencia indiscutible» de que los jueces no pueden expedirse sobre cuestiones que deberían ser resueltas por el Congreso o por el Poder Ejecutivo, puesto que en caso de hacerlo se estarían entrometiendo en las funciones de los últimos.
Sin embargo, considero que tales críticas son conclusiones prematuras y apresuradas, puesto que existen diversos factores que no han sido tenidos en cuenta al efectuarlas.
Por ello, en el marco del trabajo de investigación propuesto en el «Curso de Posgrado en Derecho Constitucional, Derecho Constitucional Procesal y Derechos Humanos» organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, me he propuesto efectuar un profundo análisis de los factores omitidos al efectuar las referidas críticas al nuevo rol asumido por el Poder Judicial, con especial consideración a los derechos económicos, sociales y culturales en función de la gran demanda que actualmente existe en nuestra sociedad y por las consecuencias que su exigibilidad puede aparejar.
En tal tarea, anticipo que comenzaré por sintetizar la evolución histórica del estado de derecho; luego, me referiré al rol de los jueces como elemento caracterizante del estado constitucional de derecho; efectuaré una breve reseña de los derechos sociales; luego, me referiré a las funciones del Poder Judicial frente a las omisiones del gobierno en materia de políticas públicas, para finalmente concluir si es posible que los jueces se expidan sobre cuestiones que deberían ser resueltas por el Poder Legislativo o por el Poder Ejecutivo.
Del estado legal de derecho al estado constitucional de derecho
El «estado de derecho» nace como consecuencia de las críticas al absolutismo». En el absolutismo la forma del estado era la monarquía absoluta. El rey consideraba que su poder era de origen divino y que Dios lo había delegado en él y –por tanto- solo respondía ante Dios. Los monarcas absolutos concentraban el poder legislativo, ejecutivo y judicial, mandaban sobre el ejército y todas las instituciones del Estado. La crisis del absolutismo se genera por varios factores; especialmente, porque el pueblo que se sentía oprimido y cansado de las injusticias, comienza a creer que a través de la política puede mejorarse su calidad de vida.
El «estado de derecho» nace como consecuencia de las críticas al absolutismo». En el absolutismo la forma del estado era la monarquía absoluta. El rey consideraba que su poder era de origen divino y que Dios lo había delegado en él y –por tanto- solo respondía ante Dios. Los monarcas absolutos concentraban el poder legislativo, ejecutivo y judicial, mandaban sobre el ejército y todas las instituciones del Estado. La crisis del absolutismo se genera por varios factores; especialmente, porque el pueblo que se sentía oprimido y cansado de las injusticias, comienza a creer que a través de la política puede mejorarse su calidad de vida.
En los Siglos XVII y XIX el mundo se transforma radicalmente y se inician procesos cuyos desarrollos y consecuencias perdurarán hasta nuestros días. Con la Revolución Francesa de 1789 una monarquía católica sufre el enjuiciamiento y decapitación del rey y su esposa. Entra en crisis la monarquía absoluta como modo de gobierno fundada en una sociedad estamental con clases privilegiadas (la nobleza y el clero), dando lugar a nuevas formas de gobierno que consultan y permiten la participación del pueblo en la formación de las normas. La independencia de los Estados Unidos de Norteamérica demostró que era posible otra forma de gobierno respetuosa de los derechos fundamentales de las personas.
El proceso iniciado con la Revolución Francesa culminó en el Siglo XIX con el establecimiento de monarquías constitucionales o repúblicas. Los principios políticos y sociales que inspiraron a la revolución Francesa y que se expandieron por toda Europa y el mundo eran: la soberanía popular, con gobernantes elegidos por sufragio universal, lo cual puso fin al «absolutismo». El principio fundamental que permite fundamentar un nuevo orden político y social será «el individuo humano y sus derechos naturales. Como pensamiento característico de esta etapa, se destaca el liberalismo como sistema filosófico, social, económico y de acción política que promueve las libertades civiles y el máximo límite del poder coactivo de los gobiernos sobre las personas. Es la doctrina en la que se fundamenta el gobierno participativo y la democracia parlamentaria.
Durante el «estado de derecho» se trata de evitar que el Estado intervenga despóticamente en la vida de los ciudadanos. La actividad administrativa debe adecuarse a la ley y su incumplimiento es justiciable. La ley debe ser una norma de carácter general establecida con el asentimiento de la representación popular a través de la discusión y de la publicidad, garantizándose de esta manera la corrección del contenido de la ley, partiéndose de la idea de que los representantes del pueblo no atentarían contra sus propias libertades. Asimismo, la generalidad de la ley era considerada como garantía de igualdad y excluyente de intervenciones arbitrarias de los poderes públicos en función de personas o de situaciones concretas; su creación a través de la discusión y de la publicidad garantizaba la racionalidad y la concordancia de la ley con los intereses generales.
Si bien el «estado de derecho» es la antítesis del «estado absolutista», lo cierto es que los instrumentos de uno u otro son los mismos, la supremacía de la norma. Lo que varía no es el contenido (esto sólo ocurrirá cuando aparezca el «estado social de derecho»), ni la aplicación (que solo se presentará cuando surja el «estado democrático de derecho), sino la fuente de creación de la norma.
El «estado legal de derecho» nace a partir del último tercio del siglo XIX; en él, se identifica el Derecho con la ley, a la que se define formalmente como un acto de voluntad del parlamento sin referencia alguna a sus posibles contenidos axiológicos o teleológicos. Durante esta etapa, ley es lo que el parlamento ha decidido que sea ley a través de determinadas formas. Desde el punto de vista político ello significa que el parlamento tiene poder absoluto de disposición sobre la ley a la que se subordinan los restantes actos del estado. El poder legislativo poseía un poder de disposición ilimitado sobre la ley. Sólo el poder legislativo era competente para la interpretación última de la Constitución. En suma, «…una norma jurídica es válida no por ser justa, sino exclusivamente por haber sido puesta por una autoridad dotada de competencia normativa».
El «estado constitucional de derecho» nace con posterioridad a la primera guerra mundial, como crítica al «estado legal de derecho» al que se consideraba como defensor del orden y del sistema de intereses establecidos. La práctica del estado legal de derecho «…resultó paradójicamente contraria a la dinámica y filosofía implícita del principio de legalidad como sometimiento del poder al derecho, y motivó la necesidad de superación de dicho modelo…».
Estas críticas abren paso a la tendencia de considerar a la Constitución como una norma verdaderamente jurídica, dotada de garantías que permitan restablecer su vigencia. Con posterioridad a la segunda guerra mundial se consolidó el «estado constitucional de derecho», caracterizándose por lo siguiente: a) División de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial); asimismo, división entre poder constituyente y poderes constituidos, en virtud de lo cual los poderes constituidos no pueden invadir la esfera reservada al constituyente. Como contrapartida al ilimitado poder de los legisladores sobre la ley establecido en la anterior etapa, en el «estado constitucional de derecho» no se admite que las decisiones del poder legislativo sean absolutas, sino que la validez de tales decisiones depende de su concordancia con la Constitución. Las funciones de los tres poderes se ejercen dentro de los límites fijados por la Constitución. b) Supremacía de la Constitución sobre la ley: en el «estado constitucional de derecho» se acoge el principio de supremacía de la Constitución sobre la ley y sobre todo el ordenamiento jurídico. c) Restablecimiento judicial de la vigencia de la constitución: estableciéndose mecanismos de control que restablezcan las cosas al nivel de constitucionalidad requerido.
Asimismo, el «estado constitucional de derecho» presupone que todos los poderes del estado están obligados al respeto de principios sustanciales establecidos por las normas constitucionales, como la división de poderes y los derechos fundamentales. Se produce la subordinación de la legalidad misma a constituciones rígidas y a las leyes como normas de reconocimiento de validez de la constitución. Las condiciones de validez de las leyes dependen de la coherencia de sus contenidos con los principios constitucionales. El paradigma del «estado constitucional de derecho» implica una doble sujeción del derecho, que afecta a ambas dimensiones de todo fenómeno normativo: la vigencia y la validez, la forma y la sustancia, la legitimación formal y la legitimación sustancial.
En el «estado constitucional de derecho» todos los derechos están inseparablemente entretejidos con las normas constitucionales, no como meras proclamaciones sino con todos los recursos jurídicos exigibles para su defensa y, por tanto, puestos bajo la tutela del juez. Por ello, se ha dicho que «…la Constitución marco que permitía el juego de las mayorías en sede legislativa vendría a ser suplantada por una Constitución dirigente donde, por su alto grado de indeterminación, terminan siendo los jueces quienes tienen la última palabra sobre todos sus asuntos…».
La última palabra de los jueces como elemento
caracterizante del estado constitucional de derecho
Se dijo que el «estado legal de derecho» se caracterizaba por otorgar a los representantes elegidos por el pueblo la última palabra; las críticas a las arbitrariedades generadas durante esta etapa condujeron al nacimiento del nuevo paradigma del «estado constitucional de derecho», en el que los jueces son quienes detentan la última palabra; este nuevo modelo reformula los roles de los actores jurídicos, en especial los del juez. Debe quedar claro que en el «estado constitucional de derecho» los legisladores y los jueces necesariamente deben convivir en un mismo espacio, dado que no existen espacios prohibidos para las decisiones democráticas, ni ámbitos exentos de control judicial.
Estado legal de derecho y estado constitucional de derecho son modelos absolutamente distintos, con características particulares, que no admiten que se les quite, reemplace o modifique alguno de sus elementos esenciales.
Derechos económicos, sociales y culturales
«La vigencia de los derechos sociales debería ser la primera prioridad de un Estado de Derecho social, democrático e inteligente, planificador y gradualista, que oriente su gestión a terminar con la exclusión social, haciendo realidad la igualdad de oportunidades y la reducción de la asimetría económica. Es decir, un Estado inteligente que tenga claro el propósito de asegurar mejores condiciones de vida a los seres humanos que hoy viven en la miseria, la ignorancia, la desocupación y el desempleo. Necesariamente ese Estado de Derecho inteligente debe contar con el apoyo solidario de toda la ciudadanía y con la colaboración y cooperación de los grupos políticos y sociales y en particular con la de sus dirigentes, toda vez que se trata de enfrentar con éxito la pobreza, la carencia de salud y educación, el desempleo, el acceso a las tecnologías y a problemas sociales como la inseguridad, las drogas y la criminalidad…» .
No caben dudas de que las cuestiones referidas precedentemente fueron receptadas por la Convención Constituyente del año 1994; en tal sentido, a través de los arts. 41, 42, 43, 75 incs. 2, 17, 19, 23, 86 de la Constitución Nacional se incorpora la protección de numerosos derechos estrechamente vinculados con el desarrollo de la persona y su dignidad.
Sin embargo, entre las modificaciones más destacables se encuentra la incorporación de once instrumentos sobre derechos humanos, a los cuales se otorgó igual jerarquía que las normas constitucionales. Los derechos y principios consagrados en dichos instrumentos internacionales adquieren suma importancia en función de que el principio de supremacía constitucional establece como condición de validez de todas las normas jurídicas (leyes, decretos, etc.), su adecuación formal y sustancial a las prescripciones del texto constitucional. Por ello, al otorgársele la máxima jerarquía a ciertos instrumentos internacionales sobre derechos humanos, sus normas se han transformados en importantísimas pautas para analizar e interpretar la adecuación a la Constitución Nacional de las leyes, decretos y resolución que dicta y emite el Estado.
Entre los instrumentos internacionales a los que se otorgara jerarquía constitucional se destacan la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, por consagrar el principio de progresividad en virtud del cual los Estados tienen la obligación concreta de mejorar progresivamente las condiciones de goce y ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales.
Sin embargo, el aspecto más importante que deriva como contrapartida del principio de progresividad, es la obligación del Estado de no regresividad; es decir, la prohibición de adoptar políticas y medidas, y -por ende- de sancionar normas jurídicas que empeoren la situación de los derechos económicos, sociales y culturales que gozan los ciudadanos de cada Estado.
En la actualidad, la obligación de no regresividad constituye una novedosa limitación a las posibilidades de los poderes del Estado para reglamentar, interpretar y aplicar los derechos económicos, sociales y culturales, vedándoles la posibilidad de dictar sentencias o crear normas que deroguen o reduzcan el nivel de los derechos económicos, sociales y culturales de los que goza la población. Desde el punto de vista del ciudadano, la obligación de no regresividad constituye una garantía de mantenimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, de su nivel de goce, y de toda mejora producida en cumplimiento de la obligación de progresividad.
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se divide en cinco partes. La primera parte refiere al derecho de libre determinación de todos los pueblos, en virtud de lo cual estos deben proveer lo conducente para su desarrollo económico, social y cultural. En la segunda parte se encuentran los principios a los que los Estados parte deben adecuar su conducta, destacándose el compromiso de adoptar las medidas necesarias para la consecución progresiva de los derechos contenidos en el Pacto (art. 2.1).
La tercera parte del Pacto establece el catálogo de derechos que consagra el pacto: a trabajar (art. 6.1), a condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias (art. 7), sindicales (art. 8), a seguridad social (art. 9), a la protección y asistencia de la familia (art. 10.1), a la protección de la madre (art. 10.2), a la protección y asistencia a favor de los niños y adolescentes (art. 10.3), a la alimentación, vestido y vivienda adecuados (art. 11.1), a la salud física y mental (art. 12), a la educación (art. 14), a participar de la vida cultural, a gozar de los beneficios del progreso científico y a beneficiarse con las producciones científicas, literarias o artísticas de las que se sea autos.
La cuarta parte del Pacto establece un mecanismo de control de cumplimiento de sus normas, en virtud del cual los Estados deben presentar informes al Secretario General de las Naciones Unidas.
Finalmente, la quinta parte del Pacto aborda cuestiones generales como ser firma, adhesión, ratificación y enmiendas.
Conclusión
Tal como se adelantara al inicio, la finalidad de este estudio consiste en determinar si los jueces pueden expedirse sobre cuestiones que deberían ser resueltas por el Congreso o por el Poder Ejecutivo y –en caso de hacerlo- si se estarían entrometiendo en las funciones de los últimos.
En tal tarea, habiendo efectuado un detallado análisis de la evolución histórica del estado de derecho y del rol de los jueces como elemento caracterizante del estado constitucional de derecho, me encuentro en condiciones de afirmar que los jueces pueden y deben expedirse frente a actos u omisiones de los restantes poderes del estado que atenten contra la vigencia de los derechos constitucionales, sin que ello pueda considerarse como una intromisión del poder judicial en las funciones del poder legislativo y/o del poder ejecutivo.
Ello es así por cuanto «estado legal de derecho» y «estado constitucional de derecho» son dos modelos absolutamente distintos, con características particulares, que no admiten que se les quite, reemplace o modifique alguno de sus elementos esenciales.
En virtud de ello, la crítica a un modelo, implica necesariamente la adhesión al otro. Por ello, surge evidente que lo que se pretende es la restauración del viejo modelo del «estado legal de derecho» cuando se sostiene que resulta contradictorio que en una organización democrática los jueces declaren la invalidez de una norma, de un acto o de una omisión de los restantes poderes constituidos, cuyos representantes sí son elegidos directamente por el pueblo.
Además, en el sistema constitucional argentino, en el que las normas constitucionales junto a los instrumentos internacionales sobre derechos humanos enunciados en el art. 75, inc. 22 de la Constitución Nacional se reservan el plano superior de la escala jerárquica del ordenamiento jurídico, no queda otra alternativa que sea el poder judicial quien detente la última palabra cuando se atenta contra la vigencia de un derecho fundamental por acción u omisión de los poderes constituidos, puesto que de lo contrario debería interrogarse ¿quién sería el encargado de restablecer la vigencia de los derechos constitucionales?, ¿sería razonable afirmar que los únicos órganos legitimados para restablecer la vigencia de los derechos constitucionales sean quién los viola u omite su cumplimiento?
En tal sentido, es una verdad indiscutible que «la Constitución no estaría garantizada en su dimensión real si no existiera la posibilidad de exigir la realización de todos los derechos fundamentales reconocidos en ella»; pero, qué sucede frente a la inacción del congreso y/o del poder ejecutivo en promover, garantizar y restablecer la vigencia de la satisfacción de los derechos con jerarquía constitucional. ¿Debería respetarse la voluntad de la mayoría de no satisfacerlo?
Al respecto, se ha dicho que: «Una concepción material de la democracia, que no sea meramente procedimental, debe garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos más allá de la voluntad de la mayoría, y esa garantía sólo puede ser operativa con el recurso a la instancia jurisdiccional… Ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad, puede legítimamente decidir la violación de un derecho de libertad o no decidir la satisfacción de un derecho social».
En tal sentido, nadie mejor que el poder judicial para restablecer la vigencia de los derechos constitucionales desconocidos por los restantes poderes, puesto que «…la argumentación judicial aparece como un mecanismo que obliga a una mayor justificación en la toma de decisiones de los que supone un debate parlamentario…».
Consecuentemente, frente a las omisiones u acciones del poder legislativo y/o del poder ejecutivo que pongan en riesgo la vigencia de los derechos constitucionales, son los jueces quienes deben restablecerla, sin que ello pueda considerarse una intromisión del poder judicial en las funciones de los restantes poderes; mucho más así en materia de promoción y satisfacción progresiva de los derechos económicos, sociales y culturales, en que existe un claro compromiso prestacional progresivo del Estado. En efecto si admitiéramos que por acción u omisión el poder legislativo podría desconocer la vigencia de tales derechos, estaríamos ubicándonos en el contexto temporal correspondiente al modelo del «estado legal de derecho», que es un modelo indiscutiblemente superado por el «estado constitucional de derecho», en el que el poder judicial adquiere un rol fundamental al convertirse en el legitimador de las normas y en último garante de la vigencia de los derechos constitucionales. Por ello, no quedan dudas de que el mayor protagonismo judicial no es sólo una potestad o un privilegio, sino que es un deber impuesto por el compromiso a respetar y hacer respetar la constitución.
Claro está que la función encomendada al poder judicial por el «estado constitucional de derecho» debe ser desempeñada con suma prudencia, en razón de lo cual los jueces deben acudir a la conciliación y a las sentencias exhortativas que trasvasen nuevamente el tratamiento razonable de la cuestión a los poderes políticos, al estilo de las dictadas por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en los casos «Verbitsky» (cárceles), «Badaro» (jubilaciones) y «Rosza» (jueces subrogantes), de manera de intensificar el diálogo entre poderes, descomprimiendo la inevitable tensión en la división de poderes que presupone el dictado de un fallo sobre cuestiones que se encuentran claramente dentro de las funciones del Congreso y del Poder Ejecutivo. Recién en última instancia, frente a la desidia o a respuestas acotadas por parte de los restantes poderes, el poder judicial debe hacer uso de la «última palabra» condenando al Estado a hacer o a dar, de manera de asegurar el restablecimiento de la vigencia de las normas constitucionales; pero, con la fuerte convicción judicial y dejando bien en claro que de no haber habido incumplimiento de los órganos políticos, eran ellos quien debían establecer las normas que aseguren la efectiva vigencia de los derechos constitucionales.Resistencia, septiembre de 2008.
Andrés Martin Salgado
Bibliografía
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